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Todo comenzó una
tarde,
el sol planeaba
ocultarse,
yo jugaba entre
los surcos
de la huerta de
mi padre.
Redondo, rojo,
sangrando,
ya moribundo, un
tomate,
agonizaba en el
polvo,
era imposible
salvarle.
Las hormigas lo
rodeaban,
lo desgarraban
las aves,
muy pronto se
pudriría,
lo suyo era
irremediable.
Y me apenó su
infortunio,
no poder darle
rescate,
verlo esclavo de
esa suerte
negra al rojo
tomate;
y alguien
catalogará
mi historia de
disparate;
que ante un
fruto muerto esto era
cosa cercana a
un dislate,
pero no sólo por
esto
mi alma empezó a
inquietarse,
sino porque era
uno mas
de otros hechos
alarmantes.
Comprendí que
aparte de
la expiración
del tomate,
plagada estaba
la Tierra
de muerte por
todas partes:
moría el
gorrión, la azucena,
el árbol de
cacahuate;
fenecía el valor
del oro,
si perdía sus
quilates;
sucumbía en la
mustia rosa
su vivo rojo
granate;
por igual buenos
y malos
morían en el
combate;
la muerte
asolaba tanto
al sabio como al
orate;
y hasta yo,
joven mozuelo,
un día no iba a
despertarme.
Se agigantó mi
temor,
no era esto
insignificante.
Mi mente se
percató
de esta cuestión
terminante:
que un mismo
suceso a todas
las cosas ha de
llegarle...
la muerte.
Pero algo bueno
a esto malo
al final supe
encontrarle;
en ello descubrí
un trabajo
que jamás iba a
faltarme:
Sepulturero.
En la huerta de
mi padre
el sol planeaba
ocultarse;
huía con rumbo
oeste,
la noche venía a
matarle.
Redondo, rojo,
sangrando,
ya muerto, cogí
al tomate,
y cavé su
sepultura.
Quiera Dios que
en paz descanse.
Daniel
Adrián Madeiro
Copyright © Daniel Adrián
Madeiro.
Todos los
derechos reservados para el autor.
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